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Desde ya les agradezco a todos y pido disculpas si no se agrega la fuente por que muchos correos no la poseen y para no cometer errores no se agrega pero en este pequeño equipo estamos muy agradecidos para con todos. Muchísimas Gracias a todos en general por su valiosa información y por su cordial atención.

Equipo Infinito.



martes, 6 de noviembre de 2012

La Leyenda Del Balseo De Las Almas



Al atardecer, las familias de Castro se reunen en sus casas a recrearse con esas leyendas que abundan por allí. Siendo Castro un lugar donde llueve casi todo el año y oscurece temprano, no es de extrañar que las familias sean numerosas.

Sentados junto al brasero, el más anciano, y por lo tanto, más conocedor de su macabro folklore narra sus historias. Es raro encontrarse con alguien de allá, grande o chico, a quien no le fascine oír historias de terror y comer chapalele.

La que más espeluznaba, y por lo tanto, más se repetía, era la siguiente:

Se dice que en Castro las almas de los muertos deben esperar a orillas del lago llamado Cucao, la balsa de un barquero fantasma, encargado de balsearlas hasta la orilla opuesta; hacia el lado de la montaña, en la costa del Pacífico. Mientras esperan, las almas de los muertos se trepan a la copa de un gran árbol que crece en el bosque cercano. Y desde allí llaman al balseador, y sus voces semejan el lúgubre sonido del viento.

Pues bien, sucedió que hace un tiempo vivía por allí un chilote totalmente incrédulo. Según él, tal vez hubieran almas en pena, que las hay en toda partes, pero aquello de que un barquero viniera a llevárselas ¡eso, imposible!

Y así tuvo la idea de dar al traste con la historia. Se envolvió en una mortaja y, desde lo alto de un árbol de aquel bosque, comenzó a llamar al barquero. Cuál no fue su asombro al ver que éste se apareció al instante, como siempre que se requerían sus servicios. De inmediato se dio cuenta de que el amortajado era un hombre vivo que había querido burlarlo y, alejándose de allí, hizo un gesto con sus manos; de sus dedos salió una chisguetada de algo muy hediondo que cubrió al bromista.

Bajó del árbol para lavarse en el lago, pero el mal olor persistía. Era tan fuerte que aquellos con quienes se topó al volver a su casa se tapaban las narices. Y al tercer día murió de un “derrepente”. Su alma, desalojada de su incrédulo cuerpo, hubo de reunirse con las otras; pero el barquero no le permitió subir a la balsa.

Y allí ha quedado para siempre, gimiendo y rogando en vano al barquero, tan contumaz como el hedor que le lanzara en castigo por burlarse de la muerte.

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